El monasterio de Veruela conserva incólume la atmósfera de las celebraciones religiosas medievales. No haces más que entrar en el recinto y un halo nostálgico te envuelve desde el primer instante. No es de extrañar que los hermanos Beccquer eligieran sus estancias para encontrar la inspiración de sus creaciones románticas. Ni tampoco que en las "Cartas desde mi celda", Gustavo refleje, en muchas ocasiones, su atracción por el pasado y la necesidad de revivirlo.
El viaje se realiza con agilidad desde Zaragoza. No digo con rapidez, ya que la velocidad máxima en la Nacional 232 ha sido tasada a 80 Km/h y una línea continua pintada en el centro de la calzada desarma cualquier intento de adelantamiento. Supongo que de esta manera el Ministerio de Fomento se cura en salud: por una parte deja para más adelante el desdoblamiento de la carretera (cercenando así las aspiraciones de las localidades de la zona) y por otra se asegura que con esa velocidad y con la línea central, los accidentes se reducen notablemente.
Después de parar en Borja para descansar y dar una vuelta por su afable parquecillo (reminiscencia, supongo, de pasadas épocas de esplendor musulmán), retomamos de nuevo el camino, atravesando Maleján y Bulbuente y adentrándonos enseguida en Vera de Moncayo, antepuerta del famoso Monasterio de Veruela.
Hemos llegado con puntualidad exquisita. A las 12 menos 10. En el programa se indicaba las 12:00 como hora de comienzo de los cánticos.
Entre los preparativos y las acomodaciones, se han hecho las 12:10 y, justo a esa hora, ha salido el director de la Shola Gregoriana Gaudeamus y, después de unas breves explicaciones, el resto de los componentes de la coral se han ido agrupando estratégicamente con el fin de ofrecer sus cánticos al nutrido público asistente al evento. En las disgresiones iniciales, ya se ha avisado que el recital iba a durar una hora. Supongo que el aviso respondía a anteriores avistamientos de deserciones entre los asistentes.
Los componentes de la Shola, ya entrados en años, han entonado con gran acierto el primero de los cánticos. Enseguida, todo el público ha quedado entregado al sonsonete gregoriano. Como siempre, mil y un pensamientos discurrían por mi mente al hilo de los afinados acordes.
Por una parte pensaba en lo atávico del canto. Desde que adquirimos consciencia, los seres humanos hemos asociado el canto con las celebraciones. Y en este caso, las plegarias adquieren un tono más sublime, si se quiere, ya que van directamente dirigidas a Dios.
Por otro lado le daba vueltas a la esencia del acompasado ritmo característico del canto gregoriano. Me imagino que será el fruto de la decantación de muchos y muchos ensayos en los monasterios y cenobios medievales. De ahí su atractivo y su magnetismo. Es posible que el sonsonete amaine las ondas cerebrales, ya de por sí alteradas por la vida moderna.
A la media hora aproximada de actuación, algunos asistentes se han empezado a levantar. Otros, más avezados, pasaban a ocupar sus sitios (si éstos se encontraban más cercanos al altar). El director ha tenido que dirigir una admonición a los fugados recordándoles la importancia de guardar silencio durante todo el evento.
A mí no se me ha hecho larga la actuación. Hubiera preferido limitar las explicaciones entre un canto y otro y dejar fluir las estrofas. Aún así debo decir que la actuación me ha gustado mucho. Al término de los cánticos me he permitido la licencia de levantarme para grabar una última sonata dirigida, en este caso, a la virgen de Veruela.
Todavía nos ha quedado tiempo para girar una visita al resto de las instalaciones y, especialmente, a la muestra muy bien presentada y documentada sobre los hermanos Beccquer.
Como estamos en tiempos de crisis hemos comido de bocadillo en el Centro de Interpretación de Agramonte, aprovechando el aparcamiento y las instalaciones con mesas y todo debajo de los pinos.