“Fuiste salvaje una vez. No dejes que te domestiquen.”
Isadora Duncan
Érase una ciudad azotada por un inclemente viento al que le llamaban cierzo. Una ciudad de tórridos veranos y de nieblas impenetrables en invierno. Una ciudad acostumbrada a los vaivenes traicioneros de la climatología y a la escasez de lluvia. Un burgo de edificios rectilíneos y parcas avenidas.
Mucha inercia y mucho vermut al mediodía. Gente sencilla, dura y de gran corazón. El "ángelus" a las 9 de la mañana y a las 9 de la noche. El Ebro, silencioso, discurriendo a diario por su generoso cauce. El recuerdo de su pasado romano y de su prócer César Augusto sirvieron para cincelar su apelativo.
Esa ciudad se llamaba Zaragoza.
Aquí se celebró una Exposición Universal y se fijó la sede de la Década del Agua de la ONU. Y también aquí, la Oficina de la Década del Agua, en el año 2015, echó el cierre y se trasladó a Nueva York.
Mal presagio pienso yo; puesto que agua es, precisamente, lo que necesita Zaragoza para brindar a sus pobladores el necesario solaz cuando llegan los meses de más calor.
La labor que se ha realizado desde Parques y Jardines ha sido inmensa. Vayas por donde vayas, con la ayuda del líquido elemento, verás crecer árboles y césped; setos y arbustos; chopos, pinos, cipreses... y plátanos de sombra. Muchos plátanos de sombra.
Y ahora que estamos inmersos de lleno en la primavera, uno también esperaría ver flores. Al igual que sucede en otras ciudades donde generosas alfombras multicolores las adornan por doquier.
Pero no. En eso somos especiales. Si os dais un paseo por la ciudad veréis pocas flores. Si acaso alguna rala colección de ellas embutidas en toscos maceteros. O peor aún agostadas por completo por falta de riego.
Ahí tenéis los agonizantes maceteros de la Calle Alfonso. Los minúsculos adornos de la Plaza del Pilar o el verde alfombrado del paseo de la ribera sin colorido alguno.
¿Qué pasa con las flores?
Daos un paseo por Córdoba o por Málaga. Veréis lo que es bueno. Allí se combinan a la perfección una suave climatología y un declarado amor por las flores. No hay rincón en estas ciudades que no se beneficie de las armoniosas pinceladas de color que proporcionan rosas, geranios, verbenas, petunias, caléndulas o dalias (por nombrar sólo algunas). Allí la jardinería se ejerce con dedicación y con estilo.
Pero no caigamos en la excusa de la bondad del clima. Acercaos a Pamplona. Florecientes parterres y cuidadas fuentes engalanan la ciudad. Se aprecia otro talante jardinero, otra sensibilidad.
Me encantaría que mi ciudad fuera más pródiga en color. Y que coloridos macizos de variadas especies alegraran -como en el sur- el día a día de sus ciudadanos.
No es cuestión de clima o de presupuesto. Es cuestión de buen gusto.