Ayer fui a cortarme el pelo. Nada, una iniciativa de lo más corriente. Todos tenemos que acudir al peluquero de vez en cuando. Hay que cuidar un poco la imagen.
Fui a una peluquería que me recomendó mi buen amigo Luis Esteban. Seguí su consejo. Un acierto.
De entrada, el establecimiento ofrece una imagen muy arreglada. Cristales limpios y cuidada decoración interior. Por aquí y por allá fotos de época reflejan lo que era la profesión a principios del pasado siglo.
La atmósfera tamizada con un agradable olor a perfume; pero no de los pegajosos. El de las peluquerías de siempre. Se agradece y te trae el recuerdo de tiempos pretéritos cuando, de niño, una amalgama de sensaciones y multitud de estímulos impactaban en tu cerebro infantil.
Así, como de repente, me vinieron a la mente las tenacillas corta-pelos de Cleofás, el peluquero del pueblo. El rápido movimiento con el que sacudía la suerte de babero que con tanta maestría colocaba alrededor del cuello. Y el peculiar sonido -algo así como un estampido- que se generaba al agitar el paño.
Eché en falta el olor dulzón de los polvos de talco. Bueno, no tiene más importancia. Últimamente han caído en desgracia. Se les acusa de provocar -a veces- reacciones alérgicas. Algo que a mi nunca me ha ocurrido. Una pena.
Desperté de mi ensoñación cuando una amable voz femenina se interesó por la manera en que debía realizar la operación: ¿cómo lo cortamos?
Contesté con un balbuceante "más bien corto. Sin descargar mucho lo de arriba, que disimula un poco la calva". Sonrió levemente y enfiló su tarea con energía.
Movimientos rápidos y precisos. Tijeretazos acotados. Sólo los imprescindibles. Enseguida detecté la mano de una buena profesional. Me relajé.
Conversación así mismo muy medida. La necesaria para que no me sintiera incómodo. También lo agradecí.
En un plis plás terminó el tallado de mi testa. Con un resultado más que aceptable. Como manda la tradición también me repasó las cejas y los pelillos de las orejas. Colocó luego el espejo de mano a la altura de la nuca e inquirió mi opinión.
Estupendo -le dije- Justo lo que yo quería.
De nuevo una sonrisa cómplice se desprendió de sus labios. La satisfacción del trabajo bien hecho y la complicidad de los que hemos atravesado el meridiano de nuestra existencia.
No me pareció caro el precio del servicio por tan gratificante experiencia. Volveré -sin duda- a Passaró, Santander, 34 duplicado. Parque Roma (Zaragoza)
¡Gracias por la recomendación, Luis!
Es curioso, curioso, pero el artículo que tengo preparado lo título, polvos de talco, y nombró también a Cleofás. La casualidad o la brujería, pero me ha llamado la atención la conjunción de recuerdos.A mi me decía que tenía el pelo muy jasco,... Ese pequeño local... Y el tiempo que pasa....Saludos José Luis.
ResponderEliminar¡¡Qué casualidad!! Seguro que ignotas sinergias deambulan por el éter y nos conectan en más de una ocasión.A mí Cleofás me sonaba a Caifás. De ahí se derivaba -creo yo- la mezcla de admiración y respeto que yo tenía con el personaje.
ResponderEliminar