Me veo a mi mismo esforzado en el mantenimiento de mis árboles frutales, empeñado en que sobrevivan a base de dedicar muchas horas a este menester. Quitar hierbas, regarlos con regularidad, asegurar una provechosa producción...
También me visualizo en mi ir y venir al monte para comprobar cómo van las colmenas procurando que nada les falte a las abejas. Allí me detengo a menudo simplemente a escuchar el zumbido de la colonia, el trasiego de las pecoreadoras y el ajetreo de las nodrizas. Hago mío aquel verso que decía: "En el silencio sólo se escuchaba un suave susurro de abejas que sonaba".
A veces, cual dron elevado en la altura me diviso en mi empeño de mejorar la caseta, de proyectar nuevos arreglos o emprender alguna innovación que llevo en la cabeza. El caso es avanzar, mejorar lo existente, intentar conseguir unas metas que yo mismo me he fijado.
En ocasiones me da el bajón. Me pregunto el por qué de tanto afán, de tanto empeño por conseguir aquello de lo que podría prescindir. De tanto viaje y de tanta fatiga.
Veo, sin embargo que hay algo que me impulsa a seguir en mi lucha, a continuar las tareas que yo me he propuesto. Es como un mandato que hubiera recibido, como si alguien me guiara en lo que es correcto, en lo que debo hacer.
Le doy vueltas y más vueltas a las razones de todo ello, a lo que me impele a seguir en la brecha y continuar con mis afanes.
La respuesta la hallo en mi infancia. Lo que veía cuando era niño y la impronta que aquello dejó en mí.
Aunque adaptado a los tiempos actuales estoy haciendo lo que veía hacer a mi padre y a mi abuelo.