Sólo hay que darse una vuelta por cualquier colegio o, mejor, instituto para comprobar muchos de los déficits que acarrea nuestro sistema educativo.
En este caso me centraré en la estética (o mejor la falta de ella) de la que adolecen, por lo general, nuestros centros.
De momento todos parecen iguales, calcados. Las fachadas son anodinas. La ausencia de ornamentación y de personalidad propia es palpable.
Y, en muchas ocasiones los detalles hablan por sí solos. Y comunican más que los currículos oficiales. La dejadez en el cuidado de las plantas, las banderas ajadas a la entrada o el mobiliario también anodino dejan ya traslucir un enorme descuido que, por cierto, a nadie parece interesar.
Yo sé que en los centros se realizan programas muy interesantes, que el profesorado se esfuerza por intentar hacerlo bien y que los padres colaboran en la medida que pueden.
Pero, a mi entender, la falta de impronta propia de los centros, la ausencia de un proyecto educativo consensuado y concretado en el día a día y el peligro de la monotonía que ya se ha instalado en muchos de ellos limita, enormemente, las fascinantes posibilidades de cambio social de estas instituciones.
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