Acostumbrados como estamos a desplazarnos en nuestro vehículo privado, cuando se producen situaciones en las que hay que usar el trasporte público, un nuevo universo de relaciones y contactos se abre ante nosotros.
Es el caso que me ocurrió el otro día cuando, por motivos que no vienen ahora a cuento, me tuve que desplazar a Escatrón.
Primero tuve que informarme de los horarios y las paradas del autobús. Con posterioridad tuve que desplazarme, también con trasporte público, hasta la estación de autobuses de Las Delicias y allí indagar dónde tenía que sacar el billete y después, esperar pacientemente hasta que arribara el bus.
Ya en el trayecto de ida, la observación de los viajeros subiendo y bajando, cada uno con su misión. El paisaje -que también cambia desde la altura de un autobús- y, sobretodo, muchas personas mayores a las que justo le alcanzaba para acceder al vehículo.
Cambia la perspectiva y cambia también el concepto de espacio y tiempo. En tu vehículo particular no interaccionas con nadie, sales de tu casa, te pones la música y no te bajas hasta que llegas a tu destino. Justo lo contrario de lo que ocurre en el trasporte público.
La presión de los fabricantes de automóviles, apoyados por un gran aparato publicitario ha logrado que el automóvil privado sea una especie de desideratum en nuestra sociedad. Parecido a lo que ocurre con los móviles o los ordenadores. A mi entender este planteamiento de vida conduce -de rebote- a un individualismo cada vez más acentuado, uno de cuyos exponentes más contundentes es el jovenzuelo -o no tanto- vecino tuyo que ni te saluda cuando pasa a tu lado. Una pena.
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