Cuando me trasladé a la ciudad para estudiar, con ya casi 14 años, mi madre me compró un reloj. "Aquí, hijo, lo necesitarás". También me instruyó -entre otras cosas- para detenerme en los semáforos en rojo y para estar atento a los intermitentes de los coches. Mi llegada a Zaragoza marcó el inicio del sometimiento a reglas, horarios, responsabilidades....
Y así fue de allí en adelante. Siempre dando explicaciones a los demás, sometiéndome a la disciplina horaria de los distintos trabajos, a la responsabilidad de su correcto desarrollo, a la organización jerárquica, a las normas, a las regulaciones.
Pero ahora que ha pasado tanto tiempo veo que yo no nací para asalariado. Me acomodé a las circunstancias, acepté -muchas veces de mala gana- las normas establecidas, las admoniciones más o menos merecidas, las reprimendas injustas...Siempre, en el fondo, eché de menos la alegría de la vida en libertad, sin rígidos horarios, sin que otros me planificaran la jornada...
La impronta de esos años de infancia marcó para siempre un estilo de ser, de ver la vida y de enjuiciar a sus actores. También de valorarme a mí mismo. Siempre me encontré incómodo cuando otros decidían por mí lo que yo tenía que hacer.
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