Debo adelantar que no tengo nada en contra de la forma de vestir de cada cual. Ni tampoco me meto con las modas. Me referiré, en este caso, al uso de la vestimenta como elemento de distinción social, de separación de clases, de, en una palabra, arma de dominación.
A este último grupo pertenece la "casta de los encorbatados". Su elemento diferenciador es la americana y la corbata. Pero a esta condición básica hay que añadir la autosuficiencia desafiante y el ángulo de 10 a 15 grados que forma la barbilla respecto al suelo (a veces incluso más).
Cuando vas a realizar alguna gestión con ellos, los encorbatados suelen invitarte imperativamente a sentarte. Te lanzan un "siéntese" que, en su jerga particular viene a ser como una orden que no puede ser contravenida. Otras veces un distraído "sí, dígame" sustituye a la estrategia anterior. Pronunciado, eso sí, con la adecuada carga de indiferencia.
Los encorbatados están acostumbrados a tratar a la gente de forma displicente, con indisimulada compasión. Se creen que están por encima del bien y del mal. A ellos, a diferencia de los pobrecicos nadie les alza la voz.
La mejor forma de enfrentarte a un encorbatado es imaginártelo desnudo y descojonarte por dentro de las miserias que ves.
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