Todos años, por estas fechas, me entra un afán un tanto desaforado por comer higos secos. También me apetecen las pasas, los dátiles, las avellanas y las almendras. Y, como suele ser habitual, trato de buscar una explicación a este repentino impulso estacional.
Quizás -pienso- sea un mecanismo natural. El cuerpo necesita más energía para el invierno y, posiblemente, las células desempolven sus mecanismos de interacción para avisarme. O a lo mejor todavía queda en mi cerebro la huella de los sabores de las navidades cuando era niño. Ya se sabe que el hilo que une sabores con recuerdos resiste muy bien el paso del tiempo.
El caso es que, lejos de oponerme a este impulso, lo aprovecho y disfruto de él. Y si hablamos de higos secos, para mí los mejores son los higos turcos. No sé si es por cuestiones de geopolítica pero últimamente me cuesta encontrarlos. Lamento decir que los higos nacionales, los de "cuello de dama", de momento no alcanzan los estándares del completo sabor de los turcos. El otro día sólo me faltó leer en una bolsa de higos aragoneses algo así como que "era inevitable la presencia de alguna piedrecilla pequeña en el producto".
En fin, enlazando con la entrada de la autosuficiencia, quizás no sea mala idea para el año que viene intentar secar "a la turca" los higos de mi propia cosecha.
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