El relato detallado de lo que experimentaron en esos momentos me ha impresionado. Es algo que, por imprevisto, e inesperado, supera incluso a los efectos de una guerra.
Me contaba la señora cómo la onda expansiva arrancó de su lado a su hermana que falleció en el acto y también a su cuñado que quedó totalmente destrozado. La rápida sucesión de explosiones les hizo creer que iban a morir todos. Ellos se salvaron de chiripa.
Y también me ha sorprendido otro detalle de su explicación: el silencio en que quedó todo cuando terminaron las detonaciones. Según ellos, todo quedó como paralizado. Como si el espacio y el tiempo se hubieran congelado.
Además de sentir un hondo pesar por sus familiares fallecidos y por ellos mismos, la conversación me ha hecho reflexionar sobre la fragilidad de nuestras vidas y la siempre latente posibilidad de que, de repente, todo dé un vuelco que pueda incluso suponer nuestra propia desaparición.
No es habitual pensar en estos términos. Nos hemos acostumbrado a lo previsible, a lo razonable, a la seguridad de nuestra sociedad tecnificada.
Pero de vez en cuando no está de más hacer un ejercicio de humildad y reconocer lo pequeños, frágiles y vulnerables que somos.
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