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Enseguida rememoro viejos tiempos de intenso trabajo en el taller de torno. Trabajábamos con un duro material que se llamaba stellite (una aleación de cobalto y cromo). Jornadas de 9 horas. Planos con tolerancias de décimas de milímetro. Ambiente de camaradería entre los operarios. Parábamos 1/2 hora para almorzar.
Y me considero un afortunado al haber vivido estos ambientes porque de ellos aprendí muchas cosas, siendo una de ellas -quizás la más importante- la de tratar de hacer las cosas con precisión. Y sí, no se me hace nada extraña la atmósfera que se respira en los talleres. Es más, me llama y me gusta.
Trabajar el metal, transformar, mecanizar, pulir... Si todo va bien, al final el producto nos satisface. Como la vida misma. Siempre en continua transformación...
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