Ayer mientras ordenaba un montón de leña en la parcela de Villamayor me encontré con una mancha parduzca de forma indefinida. Al acercarme un poco más me percaté de que se trataba de un erizo. Allí estaba inmovil arremolinado entre la hojarasca. Había empezado la invernada. El pobre casi ni se enteró de mi presencia. Estaba tan profundamente dormido que ni se inmutó cuando quité un leñazo que le oprimía un poco.
Este original descubrimiento desató una secuencia de pensamientos centrados todos ellos en la vida animal, la sucesión de las estaciones y el respeto que le debemos a los animales salvajes. Y todas las reflexiones confluyeron en una firme voluntad de no molestar al animal, de respetar sus ciclos.
Cuando leo en Wikipedia que los erizos no han cambiado mucho en los últimos 15 millones de años, la ternura que, ya de por sí, me despierta el animal, se transforma en admiración.
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