Ha sido el mejor regalo que me pudieron hacer para mi 59 cumpleaños: una suscripción a la revista Investigación y Ciencia. Era "vox populi" en la familia que, hasta entonces, había estado leyéndola de tapadillo en el VIPS de la Plaza Aragón y se resolvió que, dado mi interés por todas estas temáticas, lo deseable era que pudiera leerla y saborearla con tranquilidad en casa.
Así ha sido desde entonces y cada comienzo de mes reviso ansioso el buzón para ver si ha llegado la revista. Allí aparecen las investigaciones más punteras en los distintos campos de la ciencia, los avances más novedosos, lo último sobre física de partículas y computación. Nada se escapa a la vista de los redactores en español de la Scientific American.
La mayoría de los artículos me dejan alucinado y me hacen vislumbrar con más nitidez el vibrante futuro que nos espera. En muchas ocasiones los artículos superan con mucho mi nivel de comprensión. Pero no me importa, me consuelo pensando que, por lo menos me entero de lo básico de las investigaciones.
En el número de julio hablan, entre otras cosas, de la misteriosa física de los gluones, de la era de los tiranosaurios y del fin de la ley de Moore. Ninguno de ellos tiene desperdicio.
También es cierto que la ciencia puntera brilla más en otros países que en España. Sin duda nuestro particular itinerario histórico y el peso de la religión no han sido ajenos a este hecho. Cuando Einstein formuló su teoría de la relatividad, allá por 1920, en mi pueblo la gente de campo calzaba albarcas y las misas y rosarios constituían la principal ocupación de los vecinos de la localidad. Allá por 1967, yo y mis amigos monaguillos entonábamos "ad tertian" en latín y jugábamos al guá en la plaza. El firmamento, en esa época, se componía únicamente de las estrellas y los 9 planetas del sistema solar más la luna. Nunca oímos nada de la inflación cósmica. Nunca conocimos a nadie que pudiera hablarnos de estas cuestiones.
No hay comentarios:
Publicar un comentario