Me acerco a mi limonero y lo veo allí, todo esplendoroso luciendo sus frutos con más orgullo, si cabe, que el resto de los árboles frutales porque él sabe lo inusual de madurar en invierno.
Y no puedo sustraerme a la tentación de tomar uno de sus frutos. No uno al azar sino el que me parece más hermoso, más bello que el resto de sus compañeros de campaña. Cojo el que me llama más la atención.
Y ese acto tan simple, tan sencillo como coger un fruto del árbol deviene, como por ensalmo, como por obra y gracia de alguna divina inspiración, en una profunda reflexión.
Y el tema es reiterativo. Predomina el asombro. Y la sorpresa.
Me admiro de cómo el árbol ha colocado sabiamente sus frutos en los lugares idóneos para una mejor sazón. De cómo ha alentado su crecimiento desde la fecundación de la flor hasta la constitución de su obra. Y de frenar su crecimiento a tiempo para que no acaben teniendo proporciones desmesuradas.
Pero todavía me sorprendo más cuando al observar con detenimiento el limón aprecio la intensidad de su color amarillo, su piel suave salpicada de pequeñas rugosidades, multitud de diminutos puntitos negros cuya utilidad ignoro, su forma inequívocamente "alimonada", la demarcación que indica la unión con la rama, su contrapunto terminado en un pico...
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Amigos: cuando la ciencia sea capaz de obtener un limón normal y corriente por medios artificiales. Cuando disponga del conocimiento y de la sapiencia para responder cada una de las preguntas anteriores y de otras muchas que se podrían plantear. Cuando sea capaz, en una palabra, de recrear el misterio de la vida... entonces sí que me quitaré el sombrero.
Tendrá usted que aguantar mucho tiempo con el sobrero puesto. Sr. José Luís,la perfección de la natura se puede entender, pero no saber qué es lo que mueve a la voluntad de los seres vivos para perpetuarse de millones de formas distintas.En cierta manera estamos viviendo en un mundo mágico sin parangón. Precioso artículo,Saludos de Javier.
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