Veo a Lorena Ramírez corriendo maratones en sandalias y con el traje regional; sin ningún tipo de equipamiento de los que llaman "modernos" y veo también la sencillez y dignidad del pueblo rarámuri y, casi sin querer, me transporto a la niñez, en mi pueblo, en Uncastillo.
Allí los años sesenta bien podrían equipararse a la situación actual de los tarahumara. Todos los mocetes hacíamos deporte sin saberlo, sin equipamiento alguno y sin tener tampoco ninguna noción de posibles récords batidos.
Cogíamos las bicis, por ejemplo, y en un plis plás nos plantábamos en el pocico de La Tejería para iniciar la -casi diaria-pesca de barbos a mano. Por supuesto sin complemento alguno que facilitara la tarea. A lo más, algún saco de arpillera para alojar la pesca. Es posible que hiciéramos algún Guiness; pero, naturalmente, ni nos enterábamos.
Subir montes era otra de nuestras especialidades. Nunca hablábamos de desniveles ni de distancias recorridas. Simple y llanamente caminábamos hacia el destino que hubiéramos elegido ese día. Daba igual si era la piedra La Lavadera o Malpica de Arba. No importaba si habíamos invertido muchas o pocas horas. Con que hubiéramos cumplido nuestra misión nos dábamos por satisfechos.
La escalera de caracol que conducía al campanario de la iglesia constituía otro importante elemento de entrenamiento -aunque no lo supiéramos- y lo mismo -cuando tocaba- bandear las campanas. El tiempo dedicado a la actividad se medía a ojo cubero. Por supuesto no conocíamos cronómetros ni, por tanto, anotábamos ninguna marca.
Lo mismo puede decirse de la caza del baucino, de cuando íbamos al conejo o a la perdiz o de la pesca con caña. Allí no se cuantificaba nada. A lo más los ejemplares capturados. Quizás batimos algún récord, quién sabe.
Ayudando a nuestros padres tampoco nos quedábamos atrás. Colaborando, por ejemplo, en la siega. Entonces no se hablaba para nada de la temperatura del día. A lo más decíamos que hacía "algo", "mucha" o "bastante calor". Seguro que en este apartado también hubiéramos ganado algún premio a la vista de las inclementes condiciones en las que desarrollábamos nuestra tarea.
Me veo en las fotos de la época con vestimenta sencilla y sin alharacas y, al igual que los de mi generación, posando de forma natural y sin estridencias puesto que, entonces, todavía no había irrumpido de forma masiva la televisión y no se copiaba ningún modelo. Cada pueblo, cada localidad, había desarrollado su particular cultura y esa diversidad constituía un mosaico verdaderamente pintoresco.
Sí, ahora, a 63 años vista yo me considero un rarámuri de mi pueblo. Heredero directo de usos y costumbres, de tradiciones que han desaparecido ya para siempre.
Creo que tuvimos la suerte de ir descubriendo la vida poco a poco y sobre todo por nosotros mismos.Es una pena que toda la cultura ancestral de la vida de los pueblecitos donde nacimos y aquellas vivencias, como tú sugieres,se hayan perdido prácticamente totalmente y para no volver.En parte fuimos afortunados porque las conocimos y vivenciamos.
ResponderEliminarPero puestos a elegir entre la vida de antes y la de ahora, me quedo con la de ahora.Aquella vida era excesivamente sacrificada,según mi opinión.
Excelente artículo,como siempre.
Un abrazo.
En ese eterno carrusel vivimos de jovenzanos, más felices que unas pascuas, vivarachos y con el postre en la boca para ir a pescar o recorrer muchos andurriales.Nos sobraba con lo que teníamos, eso sí, con la navajica en el bolsillo, para hacernos arcos y flechas,...y espadas romanas,...y tirachinas con gomas de rueda,....artesanía e ingenio puro, en un pequeño lugar, entre montañas. Éramos unos supervivientes de película. Un abrazo, Jose luis.! Qué rastro nos dejó todo aquello !
ResponderEliminarGracias, amigos, a los dos por vuestros comentarios. Habéis captado perfectamente el mensaje del artículo. No podía ser de otra manera, al fin y al cabo somos congéneres de la misma etnia...
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