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Aunque mi suegra ya iba para los 97, no es plato de buen gusto contemplar cómo poco a poco la vida de una persona se va apagando, se va consumiendo hasta el último aliento. Es inevitable experimentar un sentimiento de impotencia, de frustración ante lo que se sabe que, con toda certeza, va a ocurrir. Pero es ley de vida. Así son las cosas.
Por eso digo que hay una gran diferencia entre asistir a un funeral por alguien que has conocido sólo de forma tangencial y personas de tu ámbito familiar, de tu núcleo más cercano. En este caso el pesar es más profundo y también es mayor la conmoción emocional. Como dice un buen amigo, cuando fallecen los padres, los hijos pasamos ya a primera línea de fuego. Un recordatorio de la rueda de la vida...
De la misma forma que en la entrada anterior hablaba sobre el misterio de la vida, ahora pienso que el hecho de la muerte no se queda atrás. Por muchas vueltas que le demos al tema, todos debemos ser sabedores que con el paso de los años, a cada cual le llegará su hora de desconexión...
Pero la experiencia también me deja siempre otra enseñanza: asumido el hecho de la inevitabilidad de la muerte, la conclusión más inmediata es que la vida hay que vivirla de la forma más apasionada posible, disfrutando de cada momento y saboreando el hecho de estar vivos. Está claro, amigos, que la cosa no tiene vuelta de hoja.
Coraboro todo lo que dices, José Luis,no deja de darnos un golpe de atención la visita a un cementerio, y más a una despedida directa, todo te da que pensar, es la vida misma, por eso disfrutemos de la existencia.Un abrazo para todos.
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